La hoguera se
alzaba majestuosa sobre unos maderos colocados estratégicamente en el centro de
la playa. El olor a sal, a humedad, a alcohol y a sudor se entremezclaba de una
manera tan natural que casi costaba diferenciar los matices. Casi. Los jóvenes
alegres y despreocupados entrechocaban sus vasos de plástico, salpicando y
duchando a cualquier persona que estuviera cerca del lugar, mientras gritaban
obscenidades a quién pasara por su lado. Los hombres a las mujeres, éstas a
ellos, ellos a éstas, y vuelta a empezar. Allí eso no importaba, era una gran
fiesta y había que celebrar todo lo que pudiera celebrarse. Una auténtica
jornada repleta de dicha, cómo no habían tenido en meses. Las inhibiciones
habían desaparecido por completo, y aunque cabría esperar que el culpable fuera
el alcohol, en la mayoría de los casos no lo era.
No, la auténtica
culpable de aquél desfase no era otra que la guerra. Todas las personas que
estaban en la fiesta habían perdido a alguien en los últimos años. Novios,
novias, hermanas y hermanos, padres, madres, tías, tíos... todo el mundo había
visto cómo alguien a quién quería era borrado de su vida, sin explicaciones,
sin tiempo para despedirse, sin un cuerpo que llorar. Y lo que estaban celebrando no era la victoria,
no celebraban que su país hubiera vuelto a un estado de paz y tranquilidad.
Celebraban que no
habría más barbaries, que no habría más traiciones, ni sorpresas desagradables
a la hora de almorzar. Celebraban que no tendrían que llorar cada vez que
mandaran a sus hijos a clase, y que cada ruido sordo que oyeran no significaría
que las bombas iban a caer sobre su ciudad. Aunque las cicatrices seguirían
allí, y mucha gente correría a esconderse debajo de la sólida mesa del comedor al
oír el petardo que un niño despreocupado arroja en la calle, durante muchas
semanas más.
Unos meses
después, la gente empezó a llamar a aquella fiesta la "venida del Espíritu
Santo", porque muchas jóvenes habían quedado embarazadas sin saber quién
era el padre. Y muchos novios acabaron en el hospital. Y muchas novias. Y
niños, sobre todo niños, porque la gente en el momento álgido de la celebración
había dejado de prestar atención a dónde ponía los pies. Pese a todo, aquello
no fue lo único que sucedió en la playa aquella noche, casi, pero no.
En una de las
orillas más alejadas de la luz de las hogueras, agachado y jugando a crear
castillos de arena, había un señor mayor. Aquél señor mayor que estaba sólo y
apartado de la celebración, entre iluminado por las hogueras y la luna y
consumido por las sombras, ocultaba su rostro con una capucha, de manera que no
era fácil reconocerlo. Aquél señor mayor, había sido el instigador de la
guerra, el que, dejando que su ego dominara su mente, su auténtica esencia, su
yo más profundo, había cedido al deseo de expandir su terreno, de aumentar su
hegemonía cómo presidente electo de un país, a intentar convertirse en
Emperador. Pero como suele pasar con estos personajillos que quieren ir más
allá de su destino, su "Imperio" dejó de ser suyo en el instante en que
el golpe empezó a tomar forma. Fue traicionado por sus "amigos" y
despojado de todo el honor y la gloria del cargo. Fue una especie de chivo
expiatorio, y pasó de ser un Rey, a ser un Mendigo. Pasó de jugar con fuego, a
quemarse en la hoguera. Por eso teme al fuego, por eso huye de la gente. Pero
como el Karma es así, el destino no ha terminado con su vida, porque aun tiene
una importante misión que cumplir. Un precio que pagar, y un crimen que expiar.
Por eso, y sólo por eso, aquella noche, la noche de la Venida del Espíritu
Santo, nadie lo reconoció, porque, si lo hubieran hecho, esta historia
terminaría de una forma muy distinta.
1 comentario:
y cómo terminaría?? el hombre solitario era el que no debe ser nombrado y que se llama como la perdiz??? ;)
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