La primera vez que la vi, llevaba
un vestido blanco con un cinturón dorado a juego y una magnífica sonrisa. Ni
siquiera se fijó en mí, un chico normal y corriente, que a su lado parecía
vestirse con harapos. No, su risueña mirada fue a perderse en el horizonte,
quizá en la fantasía de algún amor imposible, o de un futuro lejano. Su pelo
ondeaba al viento como una bandera mecida por la caricia del cielo, y su mano
jugueteaba a recorrer los eróticos contornos de sus labios. Mientras la
observaba y embebía su aroma, notaba como caía presa de su embrujo. Sería suyo
para siempre, aunque ella no sabía que yo existía. Tampoco sabía si volvería a
verla, aunque lo deseaba con cada fibra de mi cuerpo, con cada micra de mi
mente, con cada hilo de mi alma.
Durante días cogí el mismo
autobús, ansiando verla más que cualquier otra cosa. Vivía cada día para subir
a aquél vehículo a las siete de la tarde, soñando cada noche con su rostro. Oh,
amor, qué cruel eres. Hiciste que el tiempo desapareciera y que descuidara
tantas cosas... pero al final la olvidé. La olvidé todo lo que se puede olvidar
a alguien a quién sueñas cada noche de tu vida durante meses y meses sin
descanso. Dejé de pensar en ella poco a poco: Primero fueron sueños perdidos
sin hallarla; después días enteros sin encontrarla vagando por mi mente; la
siguieron tardes sin montar en autobús y finalmente se evaporó de mi memoria.
Había dejado de perder el tiempo
forzando algo imposible, forjando un futuro inexistente en un destino que me
escapa, para empezar a trabajar en mi presente. Mis días se hicieron más
largos. Entrenaba mañana y tarde. Llevaba mi cuerpo al límite cada jornada,
hasta que tan sólo podía pensar en el dolor que sentía. Pasaron las estaciones
y dejó de doler. Volaron lunas y lunas y empecé incluso a disfrutar de aquella
sensación de estar dando todo lo que tenía haciendo algo que me gustaba. Entré
en el cuerpo de bomberos tras años de sacrificio, pero mereció la pena. Al
menos, hasta aquél día.
Somnoliento como estaba, me costó
darme cuenta de que lo que escuchaba era la alarma de incendios del móvil. Me
llamaban porque había trabajo que hacer. Con torpeza y más lentitud de la que
me gustaría reconocer, me calé la camiseta por la cabeza y traté de ponerme los
pantalones a la vez. Error. Acabé en el sofá en una incómoda e inexplicable
posición. Maldije mi coordinación en silencio y seguí a lo mío.
Cuando llegué allí, el equipo ya
estaba sofocando las lenguas de fuego que salían por la ventana norte del
edificio de cuatro plantas. Al parecer todavía quedaba alguien dentro, así que
sin pensarlo mucho me puse el traje ignífugo y me adentré en el infierno. Allí
tras cada puerta podía estar esperándome mi peor enemigo, pero no había tiempo,
el edificio estaba muy dañado y podía venirse abajo en cualquier momento. El
reloj corría en mi contra, pero el fuego me hablaba. Me indicaba por dónde
tenía que cruzar y cuándo tenía que parar. Así que no tardé demasiado en llegar
a una habitación sitiada por las llamas. La puerta estaba atascada y se oían
sollozos al otro lado, así que saqué mi hacha lo más rápido que pude. El sudor
me perlaba la frente y escurría por mis ojos, pero no podía perder un instante
más. Golpe a golpe la puerta cedía. Sollozo a sollozo, una vida huía.
Una vez al otro lado, mientras el
humo escapaba por la puerta abatida, pude ver con dificultad un bulto en el
suelo al otro lado de la sala. Me acerqué y lo cargué con cuidado. Se movía en
lentas convulsiones, mientras lloraba. Por el sonido y el peso, tenía que ser
una mujer joven, pero aquello no importaba demasiado, fuera quién fuese, tenía
que sacarla de allí.
No sin problemas, conseguí
desandar el camino que había recorrido para llegar hasta aquella perdida
habitación. Casi al final un fuerte ruido me pilló por sorpresa. Era quedo,
pero noté las vibraciones en las piernas y antes de girarme para identificar de
dónde provenía ya sabía qué era. Podía ver la puerta, pero no podría llegar
hasta ella. Mierda, estaba tan cerca...
Lo único que pude hacer fue
tumbarme sobre ella, creando un espacio hueco entre su cuerpo y el mío, para
que absorbiera el golpe. Apenas un segundo más tarde el techó cayó sobre mi
espalda y me desplomé sobre la joven muchacha. Conservé la consciencia de
milagro el tiempo suficiente para ver cómo mis compañeros se acercaban a
socorrernos y nos sacaban de allí en volandas.
Todo era un poco borroso, pero
mientras estaba en la camilla vi cómo alguien se acercaba a mí. Era una mujer
preciosa que llevaba un vestido blanco ennegrecido por el humo. Tenía los ojos
rojos de haber llorado, pero ahora parecía estar conteniéndose. Juraría que me
decía algo, aunque no podía escucharla. Levantó sus brazos y tomó mi mano entre
las suyas. Lo sé porque lo vi, pero no notaba absolutamente nada, salvo un
fuerte dolor en el costado izquierdo. Bajé la mirada, y entonces me di cuenta:
La viga de madera se había astillado y un trozo bastante grande me atravesaba
el abdomen. No tenía buena pinta. La mujer llevó su mano derecha a mi cara y me
besó en los labios. Entonces algo en mi mente encajó. Recordé su sonrisa en aquél
lejano autobús, y cerré los ojos. No hubo más dolor.