domingo, 31 de enero de 2016

Leyendas de Col Miyo

Alzó la mirada e izó la bandera con orgullo. Esta vez lo había conseguido: por fin llegaba el primero en la carrera del Día del Héroe. Atrás quedaban sus anteriores intentos, las lágrimas y el sudor derramados en pos de aquél sueño. Atrás quedaban sus noches sin dormir, fantaseando con que algún día lo lograría. Delante… delante se abría un mundo lleno de posibilidades. Con los ojos vidriosos de la emoción, echó la vista atrás por última vez.

            Durante casi cinco años se había dedicado prácticamente por completo a entrenar. Había reducido su jornada laboral al mínimo, gracias a la influencia de su madre y al apoyo de su padre, y pasaba más de seis horas diarias entrenando, excepto un día por semana, en el que dejaba a su cuerpo descansar. Su día libre, sin embargo, lo dedicaba a pasear por el bosque tratando de conectar con su tótem animal.
            En la zona en que vivía habían mantenido antiguas y místicas tradiciones a través de los cuentos que contaban a sus hijos. A él, la historia que más le gustaba era la de “La luna, la joven y la loba”.
Ésta básicamente narraba la aterradora noche en que una joven niña, cuya edad variaba según quién contara la historia, se perdió en los alrededores de Col Miyo, el pueblo en el que él vivía. La joven había ido con su madre y su padre al bosque por la tarde, a rezar a la diosa del Árbol Madre para que su hermano naciera sano y fuerte. En un descuido de sus padres ella siguió una voz que la llamaba y terminó adentrándose en el bosque.
Las horas pasaban y por mucho que los padres gritaran y desesperaran, ella no aparecía. Cayó la noche y las nubes cubrían el cielo. Sin la luz de la luna para seguir con la búsqueda, no les quedó otro remedio que rendirse y dejar sus esperanzas de reunirse con su hija hasta la mañana siguiente. Pasaron la noche al abrigo del Árbol Madre, rezando.

En cambio, la joven niña siguió escuchando esas voces que la atraían. Parecía hallarse bajo el influjo de algún hechizo, pues seguía y seguía sin importar los obstáculos que hubiera a sus pies. Con gracilidad inusual en una niña de su edad, sorteaba ramas y árboles caídos, arbustos y pequeños arroyos sin apenas perder tiempo. Al cabo de una hora llegó a un pequeño claro junto a un talud con una hendidura lo bastante grande para que un adulto la atravesara sin problemas. Ella no se lo pensó y se adentró en la oscuridad…

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