jueves, 22 de noviembre de 2012

Desvíos inesperados.


                Escondido entre los arbustos, magullado y exhausto, sabía que todavía lo seguían. No estaba muy seguro de quienes eran, y desde luego, no sabía lo que querían de él, pero también tenía claro que no estaban interesados en hablar. Lo habían asaltado en el camino de vuelta a casa, le habían bloqueado el paso y lo habían agredido. Apenas había encajado un par de puñetazos, pero hasta donde él sabía, un ser humano no podría tener aquella fuerza. Si él hubiera sido una persona normal, sus huesos estarían destrozados, astillados por la fuerza de aquellos misteriosos puños.
                Tantos años de entrenamiento, tanto sufrimiento en las sombras, habían dado sus frutos, de eso estaba convencido. Desde que tenía uso de razón, su tío y su padre, que en paz descansen, le enseñaron a estar preparado. Todos los días, después de trabajar hasta quedar extenuados, se reunían para practicar. Corrían, y hacían varios ejercicios para habituar los músculos a trabajar bajo presión. Aprendían a moverse, a combatir, y cada día lo hacían mejor. No era sólo la técnica, no era sólo la fuerza, no, aprendieron a sacar fuerzas en los momentos de flaqueza y eso, era algo muy útil en estos tiempos. Casi había olvidado el motivo por el que empezaron sus entrenamientos, cuando apenas tenía siete años. Casi.
                Se concentró brevemente, inspiró profundamente, y exhaló el aire despacio, sin hacer ruido. Podía sentirlos. No estaban demasiado cerca, pero tampoco se hallaban demasiado lejos, así que no tendría tiempo para descansar, no ahora. Por supuesto, si supiera su número exacto, podría enfrentarse a ellos, pero no estaba seguro de si podría hacer frente a más de tres de ellos con su fuerza. En condiciones normales, con un poco más de tiempo, podría concentrarse y percibir cuantos eran, pero su habilidad no estaba tan desarrollada, y no tenía el tiempo necesario. Se levantó y, se dirigió, lo más rápido que pudo moverse haciendo el mejor ruido posible, hacia un lago cercano, tristemente conocido por una leyenda local.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Noviembre


                Llovía a cántaros, aunque eso no extrañaba a la gente local porque en Noviembre era algo habitual. Sin embargo, había una joven muchacha que había desafiado a los elementos y se había alejado del pueblo. Se encontraba en una encrucijada interior, era uno de esos días en los que uno siente que necesita hacer algo diferente, algo trascendental. En cuanto hubo terminado de comer con sus padres, Helena se preparó una pequeña mochila con el material que juzgó importante, se abrigó a conciencia y se despidió de ellos, dejándolos con la boca abierta en el vano de la puerta, viendo cómo se alejaba bajo aquella intensa cortina de agua.
                No había pensado mucho qué iba a hacer, tan sólo sabía que necesitaba pasear, y alejarse un poco del mundo "real". No le preocupaba el agua, de hecho prefería pasear bajo la lluvia, pero tampoco quería empaparse y pillar una neumonía, ya que el día siguiente tenía que madrugar para ir al trabajo, y en su trabajo siempre había que estar con una sonrisa. Decidió pues encaminarse hacia un diminuto hayedo que se encontraba a un par de kilómetros del pueblo. Aquel hayedo no podía considerarse un bosque, pero era lo suficientemente grande como para pasear un rato sin pasar dos veces por el mismo sitio.
                En cuanto Helena llegó al hayedo, la lluvia dejó de caer con tanta fiereza, casi como si estuviera respetando aquel suelo sagrado en el que se alzaban aquellos majestuosos árboles, aunque la joven no se percató de ello al instante. Decidió hacer una parada en un tronco caído junto a una inmensa roca tras la que podía parapetarse y evitar el envite de las aguas. Sacó de uno de los bolsillos exteriores de la mochila una pequeña cantimplora y bebió un poco de agua, mientras miraba, asombrada, el efecto de la lluvia en aquel bosquecillo. Los árboles parecían estar más vivos, y cada vez que inhalaba, se respiraba ese olor especial de las tormentas, a tierra húmeda, a vida. Pequeños núcleos de diminutas aves se escondían entre las ovaladas hojas de los árboles, para que sus plumas no se humedecieran y así evitar coger frío.